miércoles, 9 de septiembre de 2015

La foto

Somos débiles ante las emociones, nos movemos por ellas, impulsan casi todos nuestros actos y pueden llegar a tener más fuerza de motivación que cien argumentos juntos. Las emociones son el contrapunto de irracionalidad que necesitamos para no actuar como mecanismos robóticos regulados. Para ser imperfectos. O sea, para ser humanos. La foto de ese niño sirio ahogado en una playa ha convulsionado la forma de ver a los refugiados que se agolpan a millares en las fronteras europeas, dispuestos a entrar como sea. Un impacto visual de carácter dramático siempre es más contundente que mil descripciones, y eso lo saben muy bien quienes acostumbran a emplearlos a su conveniencia. La imagen de ese niño es conmovedora para cualquier persona de bien; le procura una reflexión y le plantea unas cuantas preguntas, pero no deberían ser más que las de esos otros niños que están muriendo a decenas en los ataques yihadistas a las ciudades sirias, o las de esas que pueden verse en la red, que nos muestran a pequeños disparando a la nuca de prisioneros o con un cuchillo en la mano degollando a un peluche para practicar.
El fracaso de Europa, gritan editoriales y titulares como reflejo de esa estrecha conciencia que nos convence de ser los responsables de todos los males de los demás. Mal se puede calificar de fracasado a algo que es el sueño de tantos. Nadie se la juega por ir a un sitio donde la vida es un fracaso, sino donde es un éxito. Más bien al fracaso hay que ponerle otros nombres. Fracaso del islam como una cultura incapaz de crear progreso material e intelectual y de formar un espacio de libertad social. Fracaso de unos regímenes teocráticos que tienen el Corán como única fuente de derecho, y de otros de corte dictatorial que acumulan sobre unos pocos las inmensas riquezas de sus países mientras favorecen la ignorancia, miseria y destructuración de sus sociedades. Fracaso de quienes, queriendo dar una solución definitiva, no han sabido elegir a sus enemigos. Fracaso de una visión del mundo que parece tener como único guía de su proceder el dogma del tiempo inmóvil.
El fanatismo aparece como el producto destilado de todo esto, un producto de fácil trasvase y difícil neutralización. Anda por ahí un vídeo en el que se ve a soldados macedonios tratando de repartir alimentos a un grupo de cientos de refugiados sirios, pero como las cajas llevan el emblema de la Cruz Roja, las rechazan al grito de ¡Allahu akbar!. Alá es grande, pero no les daba la comida; eran los infieles cruzados y no podían admitirla. Los soldados se retiraron y ellos aplaudieron. Alá había sido servido. Quizá parezca una simple anécdota, pero pueden darse consecuencias más graves. Inquieta pensar cuántos terroristas aprovecharán que no hay controles de entrada para colarse mezclados entre los refugiados.
Naturalmente, Europa debe ayudar en lo que pueda a quienes huyen de una tierra destrozada y acogerlos según sus posibilidades, aunque no sea más que por ser fiel a su condición de espacio de tolerancia y solidaridad. Pero ha de hacerlo con normas nacidas de criterios racionales, no de un ternurismo ocasional ni de la conmoción de una foto.

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