miércoles, 8 de julio de 2015

El laberinto griego

Un anciano está sentado llorando en la acera de una calle de Atenas, junto a la puerta de un banco. Tiene en la cara una expresión de desesperación y en el cuerpo una actitud desmadejada de desconsuelo. Viste bien y muestra un porte digno, aun vencido por el abatimiento. A su lado, en el suelo, tirados como si fueran objetos inútiles, están su libreta de ahorros y su documento de identidad. Algo más allá una larga fila de personas mayores hacen cola para entrar en el banco; algunas le miran, otras parecen preferir evitarlo, todas tienen en su cara la expresión comprensiva de quien conoce muy bien la causa de esas lágrimas porque es la suya propia, que podría manifestarse de la misma manera en cualquier momento. Un aire de tristeza infinita envuelve la imagen; tan sólo la mano tendida de un joven policía que se acerca a él parece poner un poco de esperanza con su intento de sustituir a las palabras cuando resultan inútiles. Más que cien tertulias, declaraciones y explicaciones, esta fotografía resume e ilustra una situación: la de quienes, desde el lugar donde se pelea diariamente con los problemas diarios, allí donde se sitúan los ciudadanos sencillos que nada saben de cifras de macroeconomía, han de vivir cada día para conseguir que les devuelvan, como una displicente limosna, un poco de su propio dinero. ¿Qué habrá votado este hombre? ¿Con qué esperanza? ¿Cuántas veces habrá leído la enrevesada pregunta de la papeleta para tratar de encontrar cuál de las dos respuestas le convendría más?
La cuestión parece realmente dictada por algún genio del absurdo, no precisamente de la escuela socrática, y más teniendo en cuenta que Grecia es mucho más que los ciudadanos de la capital. Si los atenienses entrevistados en la plaza Sintagma daban cada uno una interpretación distinta al significado de la pregunta, uno piensa en el campesino de un pueblo de la Arcadia que araba su huerta con una mula, y que seguramente podría verse retratado a sí mismo muy aproximadamente en otro de los tiempos del rey Menelao. Democracia y demagogia, dos términos griegos que han terminado ejerciendo de antónimos. Hay que ver qué poco hay de lo primero en esta consulta, justamente por lo que hay de demagogia en su pregunta. Ni ajustada a la verdad, porque la propuesta europea ya había sido retirada, ni honesta, porque equivalía a preguntar a un deudor si estaría dispuesto a sufrir sacrificios para pagar sus deudas. Y tramposa, porque al hacerla incomprensible se obligaba a los ciudadanos a responder, no a una cuestión concreta, sino a un sentido general, que no era otro que el sí o el no a los acreedores europeos. Y eso que fue un griego, de los otros, claro, el que hace ya dos mil quinientos años resumió las cualidades que debe tener un político: saber lo que se debe hacer y ser capaz de explicarlo, amar a su país y ser incorruptible.
Grecia saldrá de esto, desde luego, -de las crisis económicas siempre se termina saliendo- aunque seguramente será a un precio doloroso, pero quedará la lección dada por una sucesión de malos gobernantes y agravada luego por poner la esperanza en otros peores.

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