miércoles, 3 de junio de 2015

Palmira

Cuando se llega a Palmira hay unas cuantas impresiones inmediatas que se superponen en el viajero a modo de bienvenida: un aire sofocante que reseca la boca, unas ruinas que suponen un desafío para el visitante por su extensión y por la multitud de vendedores que no le dejan respirar, la certeza de hallarse en el centro de una inmensa soledad y la emoción de haber llegado a uno de esos sitios que, por alguna razón, forma parte de la lista de los lugares legendarios que todos nos hemos hecho. Luego, ya ante aquella majestuosa panorámica de ruinas, a las que ni el tiempo ni el viento del desierto a lo largo de dos mil años han conseguido desproveer de su solemnidad, queda la sensación de estar en lo que fue el límite mismo de la civilización, el punto máximo de extensión de la cultura griega y romana; más allá, los bárbaros, la oscuridad, la ausencia de la ley y del logos. El mal azar histórico ha querido ahora darle de nuevo ese papel.
Palmira fue desde antiguo un importante enclave comercial en el cruce de varias rutas caravaneras. Tiberio y Adriano la dotaron de las magníficas construcciones que hoy podemos ver. Luego, la reina Zenobia, una figura romántica, trató de prescindir totalmente de Roma, pero el emperador Aureliano en dos breves campañas acabó con ese intento y Zenobia fue llevada como trofeo a Roma, aunque se le perdonó la vida. La ciudad perdió su esplendor y se convirtió en un simple puesto militar del limes del imperio. Así se fue extinguiendo, afectada por terremotos, abandonada por sus habitantes y engullida por el desierto. Fue un viajero español, Benjamín de Tudela, el primer occidental que la visitó, hacia 1172; después volvió a hundirse en la oscuridad hasta el siglo XVIII. Hoy las excavaciones nos han devuelto su imagen, grande, espléndida, pero tan alejada de lo que fue en la antigüedad que, aún sorprendiéndonos, nos invita a la reflexión: decadencia de las civilizaciones, evidencia del azar como fuerza que domina la historia, mecanismo de autodefensa basado en rupturas necesarias para abrir nuevas vías a las expresiones de la humanidad, demostración inapelable de la ley de los ciclos históricos, cualquiera de estas cosas o algo de todas, quién sabe.
La ciudad actual está a unos tres kilómetros de la antigua, y sigue viviendo del comercio, como siempre. Las tiendas no parecen cerrar nunca. La calle principal, a las once de la noche, muestra la misma animación que de día. Comercios y tenderetes a lo largo de las dos aceras con la mercancía fuera y el dueño a la puerta saludando al forastero e invitándole a pasar; niños jugando; hombres sentados, charlando y fumando, practicando el típico dejar pasar el tiempo de los árabes. En una tienda de material fotográfico, el dueño nos invita a un té y nos regala una fotografía de Palmira tomada en 1950. Al viajero le queda esta noche, en la que pudo vivir la cercanía de la vida de una población siria y de su gente, como uno de esos recuerdos que se antojan irrepetibles. ¿Y ahora? Cómo cuesta imaginar a Palmira en manos de esas bestias asesinas del Estado Islámico. Cómo duele ver el triunfo del fanatismo y la ignorancia sobre el esfuerzo redentor del tiempo.

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