El efecto más positivo de una campaña electoral es el de fomentar el espíritu viajero. No hay nada como una buena escapada para zafarse de ella, aunque sea por unos días; en cualquier dirección y a cualquier destino callado y recogido, que esta España nuestra es muy variada y los tiene en abundancia. En esta serranía cacereña el sol cae mansamente sobre jarales, madroños y lentiscos y sobre los mismos ojos del forastero, para hacerle aún más gozosa su andadura. Y así, este viajero acaba de dejar Cáparra con la mirada todavía impregnada de su singular arco tetrafronte e imaginando lo que debió de suponer esta ciudad en la Vía de la Plata, y se va hacia Guijo de Granadilla en busca del poeta de lo sencillo y de los sentimientos primarios, y quizá por eso mirado con cierto desdén por los gurús de la modernidad. Gabriel y Galán tiene aquí su casa y su tumba, y su recuerdo en la mente de sus paisanos y en estos campos de mieses y frutales, los de las mudas perspectivas serias, los de las castas soledades hondas, los de las grises lontananzas muertas.
El camino sigue hacia el norte hasta adentrarse allí donde los valles y la comarca entera adquieren un nombre de leyenda: Las Hurdes. La leyenda de Las Hurdes hace ya mucho tiempo que se deshizo, para bien de todos, y ni siquiera queda vivo algún recuerdo doliente, como no sea el que se ha transmitido por la palabra. Y sin embargo, uno contempla el apiñado y anodino caserío de cualquiera de los pueblos que se extienden por las laderas y le da por pensar que tal vez se podría haber alcanzado el progreso sin entregarse a la más absoluta vulgaridad. Han perdido su aspecto de pobreza, pero no han ganado belleza. Este visitante recuerda, por ejemplo, la comarca de los Pueblos Negros, en la sierra de Guadalajara, y le parece que aquí las cosas se podían haber hecho de forma parecida, manteniendo su esencia y convirtiéndola en fuente de riqueza. Desde luego, no encuentra ningún motivo especial para volver a Las Hurdes.
Como contraste, puede uno tomar una carretera solitaria que se adentra entre colinas y dehesas para llegar a uno de los pueblos más singulares de esta y otras muchas zonas: Granadilla. Una península rodeada por el inmenso lago de un embalse, un pueblo amurallado a los pies de un castillo, unas calles desiertas y unas casas hermosas y vacías. El embalse nunca anegó el pueblo, pero quedó al borde y sus habitantes fueron obligados a abandonarlo. Algunos trabajos de mantenimiento lo conservan hoy en toda su extraña belleza, habitado sólo por el silencio y el vacío, el imponente vacío que a la hora del anochecer se hace sobrecogedor. Vuelan bajos, sin temor y sin cuidado, vencejos y golondrinas; seguramente a la noche lo harán lechuzas y murciélagos. Desde lo alto de la torre del castillo la vista se pierde en la extensión de agua que la rodea y en los encinares que pueblan las lomas suavemente redondeadas que flanquean la carretera de acceso al pueblo. Cuando se despide de Granadilla, a este forastero ya no le importa demasiado la batahola de vana palabrería que haya de soportar en lo que queda de campaña.
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