miércoles, 1 de abril de 2015

El vuelo maldito

No tengo más remedio que acudir a mis propios sentimientos y a mis propias palabras para dar forma a las emociones que se desprenden de ese barranco de los Alpes, convertido en símbolo del horror. Diluido ya el eco informativo, amortiguada la sorpresa de su increíble causa y digerida en lo que cabe la terrible escena, los que han perdido a los suyos se van quedando con su dolor a solas, y los muertos a solas con su soledad eterna. No sé por qué, pero la muerte acumulada nos deja en el corazón un desgarro mucho más difícil de cerrar que la que cae lenta y constantemente cada semana, aunque ésta sea mucho más abundante. Se ha recordado que en cualquier puente festivo hay muchas más víctimas en la carretera que en cualquier catástrofe aérea y que para ellas no hay primeras planas, ni funerales de Estado, ni dolor generalizado, pero se ve que nuestra capacidad emocional ante lo ajeno es más vulnerable ante la desgracia torrencial que ante la que nos llega mediante goteo.
Hemos aceptado el concepto de accidente como una idea de progreso, pero cuando el factor humano se revela como la causa, siempre queda escondida una maldita sombra de duda que nos hace preguntarnos si se podría haber evitado. Y la dolorosa respuesta es que no. No hablo de este en concreto, sino de nuestra condición general de seres contingentes, sujetos a los imponderables de todo lo que nos rodea y, en mayor medida, de aquello que nosotros mismos hemos creado. Por mucho que nos esforcemos en buscar la total eliminación de los riesgos, siempre estaremos bajo el poder de la fatalidad, que es la mayor asesina de la historia. Y con ese azar vivimos y afrontamos todos nuestros actos cotidianos, desde ponernos al volante de un coche hasta dejar nuestra vida en otras manos. Nos resulta inimaginable otra condición, y acaso en nuestra capacidad de asumirla con serena indiferencia estribe una buena parte de toda la sabiduría posible. Pero a qué precio de dolor hay que pagarla.
Quizá lo que más nos impresiona de estas tragedias masivas es que en ningún caso como en este se nos muestra tan claramente la fragilidad de nuestra vida. Seguramente momentos antes habría alguien intranquilo porque llegaba tarde al aeropuerto, o preocupado por los exámenes para su beca, o pensando dónde alojarse esa noche. Proyectos, anhelos, preocupaciones y propósitos que sedimentan de golpe en lo más profundo de la nada. Amores que ya no podrán seguir amando jamás, y amores que se quedan y que seguirán amando para siempre, hasta que ellos mismos se vayan. Nunca podremos conocer el interior del instante final, el estallido de sensaciones cuando ya todo se siente como irremediable, hacia quién se dirigió el último pensamiento, qué mirada, qué palabra o qué arrepentimiento no tuvieron tiempo de consumarse. La muerte, esa que con callado pie todo lo iguala, es el más temido de los acontecimientos del hombre y, sin embargo, el más natural, el más cotidiano y el único que no ofrece duda alguna sobre su cumplimiento, pero al menos cabe esperar de ella que no nos busque por atajos, para que podamos recibirla con una pizca de desdén y sin el menor gesto de extrañeza.

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