miércoles, 10 de octubre de 2012

El reino del diablo

Si el diablo decidió alguna vez residir entre nosotros, sin duda tuvo que hacerlo en Timanfaya. Y a buen seguro que se alojó allí durante algún tiempo y a su gusto, porque no podría encontrar un lugar más apropiado; seguramente fue él quien lo preparó a su entera satisfacción para hacerlo digno de su presencia. Lo que hizo César Manrique al plasmar su efigie con los brazos en alto sosteniendo un trinchante de cinco puntas y convertirlo en el símbolo de todo Lanzarote, no es más que una especie de reconocimiento al señor natural de aquel reino. Casi trescientos años después de la primera gran erupción y doscientos de la segunda, el paisaje de Timanfaya sigue tan desnudo como se quedó entonces, todo mudo, todo negro, todo cambiante en brillos y líneas. Una llanura desolada de piedras y rocas sobre la que emergen los cráteres, sin sonidos y sin olores, como si el mundo se hubiera quedado para siempre en el primer día de la creación. Dicen que lo único que vive aquí son unos líquenes, algunas aulagas raquíticas y una especie de escarabajos de menos de un milímetro. Poca vida para tanto cuerpo. Timanfaya viene a ser una imagen de la soledad que ahoga cuando sólo existe la materia, y una metáfora del desamparo que a todos nos hiela cuando la vida ha de seguir adelante sobre las cenizas de las ilusiones y esperanzas muertas.
Si el Vesubio tuvo a Plinio, Timanfaya tuvo al párroco de Yaiza, que durante días lo contempló todo desde una colina alejada y lo anotó en un diario que nos da la medida de la catástrofe. Se abrieron grietas gigantescas y de la tierra surgió una montaña enorme; nueve pueblos desaparecieron, engullidos o enterrados; el paisaje se uniformó y la isla ganó en superficie al ir solidificándose en contacto con el mar la colosal masa de lava. Aún hoy, en los llamados Hervideros, puede verse la costa formada por espectaculares acantilados negros de basalto y obsidiana. Y luego, el hambre y la emigración, la huida de aquellos campos estériles a los que los lugareños llaman malpaís, y que ahora son un país estupendo para atraer con su singularidad la nueva riqueza del turismo. Hubo un tipo, llamado Hilario, que se retiró a la paz de estos desiertos de lava con un camello y plantó una higuera, que nunca dio higos. En el lugar hay ahora un restaurante con un mirador, y unos cuantos agujeros que comunican con el infierno, por los que sale el calor abrasador del magma hirviendo en el interior de la tierra. Uno de ellos lo aprovecha el restaurante para hacer sus asados.
En La Geria, los campesinos hacen un hoyo hasta encontrar la tierra y plantan en ella la cepa de uva listán o malvasía; luego la arropan con la ceniza para que atrape el agua del rocío y la rodean con un semicírculo de piedras para protegerla de los alisios. El visitante entra en una bodega, se toma un buen cuartillo de este vino tan bien trabajado, y cuando sale nota que el sol arranca aún más colores a las rocas.

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