sábado, 12 de junio de 2010

La libertad

La palabra libertad no es más que un sinónimo de ilusión inalcanzable. Qué tendrán algunos conceptos que se erigen como metas a alcanzar mediante un camino de perfección y en realidad no son más que sombras inasibles. Libertad, palabra suprema, simple señuelo que ha estimulado el vivir humano. La oímos y pensamos en un concepto absoluto, sin darnos cuenta de que, como mucho, sólo podemos referirnos a su grados. La paradoja consiste en que, si pudiéramos alcanzarla individualmente en toda su plenitud, desapareceríamos como especie. En esto se diferencia de otros ideales que también constituyen anhelos permanentes, como la solidaridad, el amor o la verdad.
Libertad es el término más repetido desde siempre en cualquier discurso de cualquier político, y las gentes aplauden entusiasmadas sin atender más que al bello sonido de la palabra. ¿Libertad? Sólo en el espacio que hay hasta que comienza la del otro, pero es un espacio que cada día nos reducen más. El control es poder, el control es necesario para la supervivencia social y el poder vela por ella, luego ha de controlar. Así que has de declarar el dinero que tienes, la casa en que vives, lo que ganas y lo que consumes, la forma en que te apañas en la vida y hasta el nombre de tu perro. Deciden por ti el sitio donde tienes que fumar, el momento en que has de revisar el coche, la velocidad a la que has de ir y hasta dónde y cuándo puedes pasar un rato pescando. Has de tener por fuerza una cuenta en un banco, no puedes cambiar ni un grifo de tu casa sin pedir autorización, y ni siquiera podrás decir ya que un negro es negro o que un gitano es gitano, salvo que quieras caer en las iras de la implacable ortodoxia de lo políticamente correcto. Y, por supuesto, no podrás decidir sobre tu salud ni sobre los límites de tu vida.
-A veces dan ganas de hacer lo de Vittorio Gassman en El profeta: mandar al diablo a todos y marcharse al monte más inaccesible a vivir sólo con una cabra.
Pues no tardarías en ver subir a un inspector de Hacienda a ver de qué vivías, a un policía a ver por qué habías desaparecido y a una cámara de televisión a sacarte una exclusiva. Esta es una sociedad sin gateras. Nadie es libre ni para decidir si quiere dejar de serlo. La compleja realidad que nos hemos creado nos está acercando a ese punto en que lo que no está prohibido es obligatorio y, encima, por cada obligación que imponen, nos cobran por cumplirla.
No deja de ser una contradicción de esta sociedad nuestra que el aumento de la libertad moral, religiosa o política se corresponda con las restricciones de la que podríamos llamar cívica. Es cierto que en otros ámbitos no existen ninguna de las dos, pero aquí hemos pasado muchos siglos teorizando, sistematizando y acudiendo a todas las fuentes de legitimidad relacionadas con la naturaleza del ser humano hasta llegar a la conclusión de que el hombre es un sujeto de derecho a la libertad. Lo que no nos han enseñado es que ese derecho viene acompañado de una recomendación: la de resignarnos a ver que es, o nos lo hacen, imposible. Así es. Parecemos tan libres y estamos tan encadenados.

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