sábado, 9 de enero de 2010

La enseñanza que tenemos

Últimamente ando dándole vueltas a una pregunta que está comenzando a mirarme de reojo y que lanzo al aire por si alguien de los de mi generación también se la hace. Ahí va: ¿somos el producto desgraciado de un sistema educativo nefasto y fracasado? ¿Tan pésima fue nuestra formación? ¿Tan ignorantes nos han hecho nuestros educadores, tan poco nos han enseñado de letras y ciencias, tan brutos hemos salido? Pues parece que sí, porque si no, a ver cómo se explica ese afán periódico de poner patas arriba todo el sistema de estudios en busca de quién sabe qué modelo.
El caso es que uno se mira y remira y no se encuentra ninguna frustración. Uno hurga dentro de su persona y se encuentra bastante satisfecho con lo que ve, y entonces compara con lo que contempla por ahí ahora y se vuelve hacía sí mismo y se dice en lo más íntimo: ya quisieran haber tenido mucho de lo de aquello.
Que no hablo de nada ideológico, ni mucho menos, sino de simples conocimientos. Un servidor, que por condición y circunstancia se encuentra cerca de los que hoy tienen que pechar con los libros de texto, lo comprueba sin esfuerzo, y ustedes también, hagan si no la prueba. Un chico es posible que esté a punto de entrar en la Universidad y no sea capaz de recitar en orden coherente los ríos de España, ni sepa qué ocurrió en las Navas de Tolosa, ni distinga bien a Hernán Cortés de Magallanes. Por supuesto, será difícil que pueda recitar un poema de memoria, aquellos poemas que antes todos aprendíamos y que nos servían, entre otras cosas, para fijar con precisión los registros de la palabra y apropiarnos de un léxico rico y hermoso. Ahora es que nadie lee poesía; ahí está el lenguaje que usa la juventud. Tampoco hay nada parecido a una asignatura de urbanidad o algo así, que no enseña a inclinarse ante nadie, sino a ceder la prioridad al débil, a responder con la palabra y el tono adecuados y cosas así; a no ser un animal, vamos. También esta enseñanza se la llevaron las reformas.
No quiero caer en el vicio de la crítica injusta, que es vicio de mentecatos y bellacos, pero el caso es que no parece acabar de encontrarse el meollo del cogollo. Más de treinta años de intentos ambiciosos, de leyes de siglas imposibles, de cambios absurdos de denominaciones, de rectificaciones en razón de intereses partidistas y de andar presuntuosamente a golpes de ciego, han desembocado en una realidad descorazonadora: nuestros jóvenes puede que tengan más conocimientos que los de la generación anterior, pero saben infinitamente menos. De hecho son los que menos saben de toda Europa. ¿Qué les ocurre a nuestros políticos? ¿Qué sucede para que ninguno sea capaz de establecer una reflexión acertada que conduzca a una solución duradera, de esas que sólo el tiempo, en su largo e inexorable cambio, puede dejar caduca? Pues quizá la respuesta sea tan obvia que les cuesta trabajo admitirla: que no son ellos quienes deben elaborar la ley, sino quienes conozcan el problema en su misma entraña y no tengan ninguna servidumbre en las urnas. Puede que esto sea aplicable a cualquier ámbito sectorial, pero es que este no lo es, porque en él estamos metidos todos.
De todos los sustentos en que se apoya la continuidad de una sociedad –y no son muchos: educación, conciencia nacional, libertad individual- quizá sea este el más trascendente. La falta de libertad puede subsanarse sin más que algunos retoques legales, pero una educación deficiente no, porque la educación, junto a la genética, es la que nos hace ser como somos. Quizá por eso es tan vulnerable a las veleidades y le dañan tanto las tendencias partidistas. Y por eso es también tan apetitosa para el poder, porque es una hucha para el futuro de su supervivencia. Adoctrinar es un buen seguro para el mañana, eso lo saben bien desde las cabañas hasta los palacios de cualquier época y lugar. La grandeza de los políticos residiría en ser capaces de crear las condiciones para debatir un gran pacto social y retirarse luego hacia la barrera para, una vez se haya alcanzado, volver para dotarlo de todos los medios necesarios para su operatividad. Sin condiciones, sin influencias, sin presiones. Dejando que sea la propia sociedad la que dirima sus diferencias de criterio hasta conseguir un marco general básico en el que exista el máximo acuerdo. No es el Estado quien ha de educar a nuestros hijos, sino nosotros mismos a través de él; simplemente sería un instrumento. Pero sobre algo tan delicado vuelven a sobrevolar los intereses ajenos, las perversiones ligadas a los terruños, los deseos encubiertos de quienes aspiran a dominar las voluntades futuras. Convendría no olvidar que, como alguien dijo, educación es lo que sobrevive cuando se olvida lo que se ha aprendido.
Pues a lo mejor, aquel bachillerato no era tan malo, ni la figura del maestro rural era inútil y los niños se sentían más seguros y rendían más al saberse cerca de su casa y en su propio ámbito. A lo mejor no tendremos que pagar nunca el mísero papel que asignamos a las humanidades en la formación de nuestros hijos, sin darnos cuenta que sólo ellas son capaces de instalarlos en su real condición de seres humanos. A lo mejor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Este año entró en vigor la L.O.E. ¿Cuánto durará? A lo sumo, hasta el final de la presente legislatura. El quid de la cuestión es el que vd. plantea: LA EDUCACIÓN NO DEBE ESTAR AL SERVICIO DEL PARTIDO DE TURNO, SINO DE LA SOCIEDAD EN GENERAL.