No sé si el escritor debe dar los motivos de sus elecciones íntimas ni tampoco estoy muy seguro de que pueda hacerlo, por más que su deuda permanente con el lector le empujen a ello. Las elecciones íntimas suelen dejar poco margen a la propia decisión. Nos vienen impuestas por la mano que tira los dados del mundo, pero todavía queda -seguimos hablando del escritor- un amplio espacio en el que le es posible hacer lo que por obligación le corresponde: la invención de ámbitos y peripecias imaginarias Y ahí sí que puede dar las razones de todo aquello que quiera hacer y de cómo quiere hacerlo. El escritor puede, por ejemplo, en estos momentos de polémica en que a nadie le parece importar la opinión de los que realmente trabajan con las palabras, dar estas razones de por qué no escribe en bable:
Porque es sabido que todas las mistificaciones son malas, y esto tiene mucho de mistificación. Cualquier visión ecuánime viene a coincidir en que en la actualidad el bable funciona como un dialecto del español, sobre la base de incorporar todos sus vulgarismos morfológicos y fonéticos y de apropiarse sin contemplaciones, aunque distorsionándolos, de cuantos vocablos precise. Se transgrede así el principio imprescindible para que una lengua crezca sana y limpia de conciencia: ha de nacer del pueblo, ha de ser hecha por los hablantes día a día, y sólo cuando su dimensión así lo exija, han de crearse las instituciones que la regulen, sistematicen y doten de normas unificadoras. En el caso del bable el proceso está discurriendo exactamente al revés.
Porque todo escritor ha de sentirse heredero de una tradición
literaria, mejor cuanto más rica y fecunda, de la cual, mientras vive, es su
representante y continuador. La tradición literaria del bable es prácticamente
inexistente, y resulta difícil estar dispuesto a renunciar a un inmenso
capital, acumulado por algunos de los más grandes escritores de
Porque, dejémonos ya de mantos piadosos: como valor cultural es
insignificante; como factor de identificación, insuficiente, y como instrumento
de comunicación, innecesario. Puede decirse que es una lengua "in".
Por simples razones prácticas o, digamos, de producto final.
Hacer un mueble de pino teniendo al alcance caoba, no parece una decisión
acertada del carpintero. Escribir en un habla intranscendente teniendo como
idioma materno una de las dos o tres grandes lenguas de cultura de la historia,
puede responder a cualquier cosa menos a la lógica. Y no lo tapemos con el
eterno gabán del sentimentalismo, que no todo puede cubrirlo. Que el bable viva
su vida en buena hora, pero sin injertarse en cuerpos ajenos para sobrevivir y
sin apropiarse de la savia de nadie para no convertirse en una lengua
advenediza, que así lo parece ahora. Y si le llega el momento de la extinción
natural, pues aceptémoslo. A fin de cuentas, si hemos dejado morir sin derramar
una lágrima el latín, el más importante instrumento de cultura de la civilización
occidental, con lo bien que nos vendría ahora, menos habría de extrañar que
desapareciese uno de sus dialectos menos importantes, sin función alguna que
cumplir.
Porque hasta la misma esencia del dilema es insegura. Se quiera
admitir o no, el bable no es lengua materna de nadie. Una cosa es crecer al
lado de determinadas palabras y otra instalar el mundo personal en una lengua.
Y así, resulta patético ver al homo
urbanus de turno haciendo que lo habla, cuando lo que realmente hace es
traducir mentalmente como puede.
Porque, en definitiva, quienes dotan a la literatura asturiana
de valor y consideración ajena no son Pachín de Melás ni Maruja