miércoles, 1 de abril de 2020

Crónica del aislamiento (II)

Decimoctavo día de reclusión. El virus sigue ahí fuera, como si estuviera compuesto de paciencia infinita. En el ámbito que nos han limitado, la vida se va adaptando al presente diario en busca siempre de cualquier rendija de luz que la haga lo más llevadera posible. Es la hora de los artilugios de comunicación y de todos los dispositivos electrónicos de entretenimiento. Internet como sustituto de la libertad de andar; lo virtual como remedio de la ausencia física y de los abrazos que no podemos darnos. Claro que hay rincones del alma a donde solo llegan las palabras y las miradas en su propia carne. Me fijo en mi vecino de enfrente; vivía las tardes con sus amigos en el bar entre partidas de cartas y tertulias de fútbol, y ahora se pasa el tiempo asomado a la ventana con la mirada vacía y desorientada; parece la expresión del melancólico verso de Segismundo: y soñé que en otro estado más lisonjero me vi.
Qué valor alcanza la rutina perdida, aquella tediosa rutina que nos volvía iguales los días y que tanto nos empeñábamos en alterar. Andar cada día la misma acera, ver al quiosquero de la esquina con cara adormilada recogiendo los periódicos que le dejaron en la puerta, las persianas subiendo a la misma hora, los ruidos de siempre, las caras aborrecidas y las indiferentes, la baldosa de la plaza que tabletea cuando la piso, el pescadero que garrapatea en una pizarra con letra infernal que tiene chicharros y bocartes en oferta, saber que ayer se fue, mañana no ha llegado y hoy se está yendo sin parar un punto. La rutina ahora es comprobar cada día la asombrosa incompetencia de este Gobierno en la gestión material de la crisis, y al mismo tiempo descubrir a cada hora capas escondidas de nuestra sociedad. Hay un sinfín de historias de heroísmo, de ternura y de generosidad. Ternura da ese viejo que toca la armónica convencido de que los aplausos son para él; generosidad la del dueño del bar de carretera que pone en el exterior una mesa con víveres gratis para los camioneros o los cientos de personas anónimas que ofrecen sus habilidades profesionales y sus recursos, desde impresoras en 3D hasta máquinas de coser, al servicio de la lucha; heroísmo el de quienes están en primera línea. La sociedad civil una vez más por delante de la institucional.
Dentro, los pensamientos nos ofrecen el regalo de su infinita libertad. Puedo sentarme, a solas únicamente con mis personajes y mis inclinaciones, en el centro de un círculo acotado, al que invito, cuando tengo necesidad, a los grandes compositores, escritores o artistas que he seleccionado como amigos. No está tan mal el encierro.

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