miércoles, 14 de febrero de 2018

Política de altos vuelos

De todos los rasgos particulares que tiene esa profesión tan particular de la política, el más evidente es el de estar permanentemente en el candelero de todas las miradas. Es su cruz y su gloria. Una característica inherente, la de ser la profesión más expuesta a la vista de todos, que hay que saber administrar tanto en las posibilidades que tiene de triunfo como de ridículo. El primero siempre será efímero y puede incluso que solo se refleje en los medios afines; el segundo, en cambio, califica, cuelga sambenitos y fija un cliché duradero de su protagonista. Ejemplos hay en todas las legislaturas. Se trata en definitiva de la profesión que menos puede ocultar los fallos y las carencias de quienes la practican y a la que más se le notan las barbaridades y disparates que se sueltan en su ejercicio, que irremediablemente se convertirán en noticia.
Como esa chica de Podemos que se nos revela como inventora de vocablos y nos regala el de portavoza; no debe de haber aprendido que el término portavoz es tan masculino como femenino, porque eso lo determina el artículo o el adjetivo que se le ponga delante. Qué tendrán contra el diccionario algunas políticas del puño en alto, que lo mismo le añaden una jóvena que una miembra que una portavoza. O es una muestra de su indigencia intelectual, que es posible, o de un fanatismo que invalida cualquier proposición, o acaso de las dos cosas. Y hasta cabe pensar que lo que se pretende en última instancia es crear un cierto antagonismo en la población para luego tratar de sacar algún beneficio político.
En la misma orilla izquierda, en el terreno colindante con el anterior, los socialistas han decidido hacer lo posible para impedir que un español acceda a la vicepresidencia del Banco Central Europeo con el pretexto de que es un hombre. Sublime. Los beneficios que reportaría tomar decisiones dentro del poder económico de la Unión, el prestigio de España en las instituciones, todas las posibles ventajas que pudieran derivarse de ello, nada importan con tal de no dar una pequeña baza al rival. La pregunta qué gana mi partido siempre se antepone a la de qué gana el país.
Los políticos están sujetos por su propia naturaleza a una exposición permanente, de modo que todos podemos clasificarlos según sus actuaciones. Los hay como esos que Börne comparaba a ciertas cariátides que se presentan como máscaras trágicas o grotescas, como si soportasen sobre sus espaldas todo el peso del edificio del Estado, y resulta que no son más que la parte inferior de la casa. Otros convierten su escaño en un grotesco retablo de títeres, de modo que siempre se las ingenian para tener su minuto de gloria en los telediarios. Están también los que tienen una percepción alterada de nuestra capacidad de raciocinio como ciudadanos; son esos que cada día nos animan con alguna propuesta de esas que mejorarían nuestra vida radicalmente. Aunque parezca no darse cuenta, el político se retrata más en sus intervenciones parlamentarias que en el ejercicio del poder. Ya en 1921, en la política de su tiempo, Ortega constataba que se odia al político más que como gobernante como parlamentario. A algunos parece gustarles.

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