miércoles, 21 de septiembre de 2016

Sólo hablan con ellos mismos

Campaña sobre campaña y sobre campaña otra, se va deslizando el segundo año electoral sin que aún se atisbe alguna grieta en la cerrazón que nos impide darlo por concluido. Ahora se junta además con dos elecciones regionales, con lo que la capacidad de absorción de tópicos, frases huecas y promesas de todo tipo por parte de la ciudadanía está ya muy próxima al punto de saturación. No es de extrañar; tenemos que llenar 18 parlamentos, más el europeo, y encima uno de ellos está necesitando unos cuantos intentos. No debe de haber lugar donde se ejercite tanto la democracia.
En el fondo terminamos comprobando que la negación de las soluciones viene de la negación al diálogo, entendido según el concepto socrático, que parte de la existencia de dos proposiciones previas que se contraponen entre sí, es decir, una confrontación en la cual hay un acuerdo en el desacuerdo. A partir de ahí, mediante el desarrollo del discurso dialéctico, se podrán ir dando sucesivos cambios de posiciones, inducidos por cada una de las posturas contrarias, hasta llegar a armonizar ambas o hacer prevalecer una de ellas mediante argumentaciones lógicas. Pero ¿cómo aplicar esto en el duro, interesado y sectario mundo de la política? ¿Qué hacer cuando uno de los participantes se refugia en un dogma o se encastilla en sus posiciones sin más argumentos que una difusa apelación a valores de imposible medición?
El diálogo es uno de lo soportes fundamentales del sistema democrático, y ahora, una vez más, está de moda como un valor político más en boca de los partidos en cuyas manos está la decisión de investir por fin a un presidente. Tan poderoso es su prestigio que hasta lo enarbola el que ha repetido hasta la saciedad el no a la investidura del partido más votado sin saber lo que va a proponer su candidato, a los presupuestos aun antes de ser redactados y a cualquier acuerdo que se proponga desde la formación que le ganó las elecciones con gran diferencia. Y sin embargo, el diálogo es uno de los elementos que son exclusivos del ser humano, porque si algo necesita para ser útil es el auxilio de la razón. El diálogo está en la base de toda acción humana, y aun en el origen de nosotros mismos, porque al fin y al cabo nacemos de una pareja, que seguramente habrá tenido el suyo. El diálogo es duda, persuasión, disensión, razonamiento. Su descubrimiento es, según Borges, el mayor suceso de la historia universal. Pero ¿es compatible con la acción política? ¿No es aquí donde se despoja a la noble expresión de la dialéctica de su condición de instrumento al servicio de la verdad y se la convierte en un fin electoral?
La actitud dialogante, bella virtud cuando se mantiene en un plano por encima de la praxis, se vuelve elemento retórico y cebo para atrapar incautos en boca de quien lo mantiene como simple adorno, a sabiendas de que no está dispuesto a aplicarlo en el campo de la realidad. Y así, en definitiva, todo se reduce a la situación que ya Fedro describió en una sola frase: Humiles laborant ubi potentes disident. Los pobres trabajan mientras los poderosos se dividen en disensiones.

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