miércoles, 22 de junio de 2016

El dilema británico

No pertenezco al gremio de los anglófilos, que siempre tuvo en España abundancia de representantes, aunque tampoco al de los que aborrecen a los ingleses sin matiz alguno, que también los hay. No me gusta su insoportable condescendencia, ese convencimiento de que el mundo fue hecho para ellos y que quizá esté en el origen de su habitual práctica de la rapiña de lo que otros han creado, que han practicado casi como sistema, desde los mármoles del Partenón hasta la piedra de Rosetta. Ni su hipocresía, elevada a la categoría de virtud y confundida entre gestos de exquisita educación, que les hace criticar a los demás las mismas cosas que ellos hacen en grado mayor, y de eso sabemos algo los españoles. Sospecho que Heine, claro que era alemán, no andaba muy descaminado cuando puso en boca de uno de sus personajes aquello de que "los ingleses son los dioses del tedio; añádase su curiosidad sin interés, su pesadez aderezada, su descarada estupidez, su egoísmo". De su orgullo, tan humillante como estéril, ya apuntó Moratín hace casi tres siglos que era su pecado mortal, el que cubre toda la nación, pero tan necio, tan incorregible, que no se les puede tolerar. Orgullo que es simple arrogancia nacida de un injustificado exceso de autoestima, al menos visto desde la mirada de sus vecinos. Bernard Shaw se permitió hacer de su historia un cruel resumen: el único hecho honroso de toda la historia de Inglaterra fue enviarle cien libras a Beethoven.
Han hecho gala, hasta lograr que se fijara como modelo a imitar, de su carácter pragmático, que les llevó siempre a realizar sus actos sin más disquisiciones que las puramente instrumentales. Bordeando siempre la prepotencia, cuando no el desprecio. Y sin embargo, cabe sentir cierta envidia de su patriotismo por encima de la idea de partido, del respeto que demuestran a sus tradiciones como lazo de unión al margen de las modas, y del coraje especial que saben activar para defender su identidad, sea ante Napoleón o ante Hitler. Y también admirar su capacidad para crear símbolos propios claramente identificables, un espíritu empírico, que les permitió alcanzar un alto nivel científico y de pensamiento, y una libertad creativa capaz de generar una literatura totalizadora, que exploró todos los géneros con obras maestras en cada uno: teatro, ensayo, poesía, novela policíaca, de aventuras, de humor.
Han contribuido a la idea de Europa, claro, quizá a su pesar, pero nunca la han querido ni tenido como propia. Entraron en la Unión como el que va a probar una nueva vida a otro sitio, pero lleva oculto en su bolsillo el billete de regreso. Han aceptado sus grandes objetivos -justicia, libertad, seguridad-, pero no su espíritu integrador, ni siquiera su moneda, ni su sistema métrico, ni sus normas de circulación. Ahora se lo van a preguntar a sí mismos.
No sé lo que ocurrirá mañana. Quizá el sueño secular de una Europa unida quede frustrado para siempre. Aunque sólo sería en lo referente a las fronteras físicas, económicas o jurídicas, incluso políticas, porque en lo que atañe a las internas, las del espíritu, las culturales y las históricas, por mucho que se empeñen en lo contrario serán siempre Europa.

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