miércoles, 27 de julio de 2016

Un rincón insólito

Por la serranía cacereña el verano pasa con el toque de delicadeza con que mira siempre a la montaña: sin apretar demasiado y dejándose llenar de perfumes. El valle de la Vera es un camino de encanto natural y de emociones históricas, entre continuo verdor y pueblos y lugares que combinan sencillez con intensas evocaciones del pasado. La carretera que sale de Cuacos hacia la sierra pasa al lado del cementerio de soldados alemanes, un lugar donde se pide un recuerdo para los muertos con profundo respeto y humildad, y donde solo los pájaros se atreven a romper el silencio, y sigue hasta el monasterio de Yuste, allí donde llegó un día el emperador Carlos V a cuestas con su gota, sus relojes y sus desengaños. Aún se ve su huella por todas partes, en el palacio, en su celda, en su silla, en los cedros y naranjos que mandó plantar alrededor de su casa de campo, en la terraza desde la que contemplaba el hermosísimo paisaje. Pero el viajero esta vez quiere fijarse en un lugar menos conocido, de nombre curioso y de personalidad aun más curiosa, cuando no extraña: Garganta la Olla.
La carretera sale de Yuste subiendo entre curvas y desciende luego hasta un valle en forma de gran olla, en el que confluyen unas cuantas gargantas, con lo que parece justificarse su nombre. Al visitante le parece este uno de los pueblos de carácter más vigoroso que conoce, y no sólo por su arquitectura popular, con sus casas de paredes entrecruzadas por vigas de madera, ni por sus calles o rincones, sino por lo que no se ve. Parece que había aquí un poblado de pastores venidos de Cáparra, que nunca aceptaron someterse a Plasencia; querían ser libres, lo cual ya indica un rasgo de carácter. Luego, por circunstancias buscadas o sobrevenidas, el lugar fue acumulando elementos insólitos, casi todos sombríos o inquietantes, que hoy sorprenden al forastero. De aquí era la famosa Serrana de la Vera, Isabel de Carvajal, que, en 1560, para huir de la obligación de casarse con un hombre al que odiaba, se refugió en el bosque y se dedicó a seducir a cuantos hombres encontraba para asesinarlos después, hasta que la Inquisición la apresó y la ahorcó. También aquí se muestra, en uno de los soportales de la plaza, la picota donde se exponía a los condenados a la vergüenza pública. Y aún más, la cárcel en la que se torturaba a los detenidos. Y la Casa de la Inquisición, donde se guardan diversos instrumentos de tormento. Por si fuera poco, este viajero oye contar que, en 1948, el diablo se le apareció a uno de los vecinos del pueblo que, por cierto, era una persona muy poco impresionable. Y en todas las leyendas referidas al pueblo, duendes que imponían juramentos, ninfas encantadas que matan a los hombres, enormes serpientes peludas de mordedura mortal o niñas dotadas de capacidades paranormales. Menos mal que aún queda, como concesión a la realidad más humana, la casa de las Muñecas, un antiguo burdel construido para satisfacer a la soldadesca del emperador; una muñeca tallada sobre la puerta, que aún está en su sitio, no dejaba lugar a confusiones.
El visitante trata de volver a la natural sonrisa de esta tierra. Ya no es tiempo de cerezas, pero sí de higos, y qué bien se dan en este valle, y qué ricos.

miércoles, 20 de julio de 2016

Ese tal Mohamed

Qué puede pasar por la mente de alguien cuando decide coger un camión y aplastar a todos los que encuentre en su camino, incluyendo un tiovivo lleno de niños. Qué motivaciones, qué explicaciones, qué justificaciones. Somos una especie de recorrido infinito y de vericuetos incontables; jamás nos conoceremos en grado pleno. Eso que justamente nos distingue de las otras, la razón, la conciencia de la certeza de la muerte, la compasión ante el dolor ajeno, la risa y el llanto, el amor y el sacrificio, todo eso que nos convierte en únicos, se transforma en un enigma causal. Una pregunta sin respuesta, la frontera de nuestro conocimiento, una linde que nunca podremos traspasar. La gran preocupación del hombre desde que comenzó a razonar, aquel "conócete a ti mismo" del templo de Apolo, no fue más que una sabia invitación a un imposible.
Ese tal Mohamed que causó la matanza de Niza seguramente tenía algún tipo de sentimientos; puede incluso que se considerase a sí mismo una persona afectiva o sensible; quizá acariciaba con ternura a un perro o lagrimeaba con una película o vibró con algún beso de amor. Era padre de tres hijos; alguna emoción habrá sentido con ellos a lo largo de su vida, aunque no fuese más que cuando eran pequeños, alguna preocupación por su salud o por cualquier cosa que les afectara. Sin embargo, lanzó con toda frialdad su camión contra un grupo de niños que se divertían en unos caballitos, tratando de matar al mayor número posible. Quién puede explicarlo.
Somos un misterio como especie, por más que nuestro mayor esfuerzo desde que existimos haya sido el de tratar de desentrañarlo. Trabajo eternamente inútil, porque no conocemos ni sobre qué idea causal se sustenta ni la final a la que todo se acomoda, y de esa imposibilidad de conocernos nacen todos nuestros conflictos, las guerras, las injusticias, los crímenes. Mohamed era consciente de que iba a morir, porque no podía ignorar que de esos atentados nunca se sale vivo, y no le importó perder su vida a cambio de hundir en el dolor a centenares de personas. Cómo entenderlo. A una mente racional le resulta imposible creer que haya sido por la esperanza de las 72 huríes virginales que esperan a los que maten infieles, aunque nunca se sabe hasta dónde puede alcanzar ese combinado abyecto de fanatismo y estupidez. Más bien parece decisiva la presencia del otro ingrediente mortal: el odio. Un odio al país que lo acogió y a la sociedad que lo crio, un odio rabioso, injustificado, criminal, un odio con el que consumó su despreciable e inútil vida. Qué será que cuanto más pequeños son la mente y el corazón más odio son capaces de albergar. El odio callado puede combatirse con la indiferencia y acaso con amor, pero del odio asesino sólo cabe defenderse con la fuerza, en este caso con la fuerza policial y militar. Y hay que aplicarla sin complejos y sin cándidas apelaciones a la fraternidad universal y a alianzas de civilizaciones, ni estériles disquisiciones legalistas, que pueden evitarse con sólo cambiar las leyes que sea preciso. La debilidad siempre es una invitación al ejercicio del odio por parte de los que están llenos de él.

miércoles, 13 de julio de 2016

Hasta otra, señor Obama

Al fin ha venido, señor Obama, aunque sea en una visita con aire de viaje de fin de curso, y encima abreviada por sus problemas de intramuros. Le han privado de conocer Sevilla, que no es poca privación, se lo aseguro, e incluso de revivir algunas viejas andanzas en la capital. Ya sabemos que anduvo otra vez por España; hay por ahí alguna imagen en la que aparece con unos cuantos años menos y una mochila a la espalda en la plaza Mayor de Madrid. Haber vuelto a pasearla, hombre; vería qué está todavía más bonita, y qué animada, y qué segura. Cuántos placeres prohibidos, señor presidente. Ya ve, ahora que es el hombre más poderoso del mundo puede menos que cuando andaba por ahí con una mochila y una hamburguesa. Pero seguro que se lo habrá contado su mujer, que nos ha visitado ya un par de veces, aunque no sabemos muy bien para qué. Y si no, lo harán sus hijas, por lo menos una, a la que ha hecho el regalo de dejarla venir a España y vivir entre nosotros algún tiempo para completar su aprendizaje. Se ve que la quiere usted mucho.
Cuando, hace ya casi ocho años llegó usted a la Casa Blanca, buena parte del mundo pareció lanzar un suspiro de esperanza, casi como si hubiera presentido al Enviado. Le esperaban en todas partes: le esperaban en su propio país los que le habían votado con una radiante sonrisa de entusiasmo y hasta los que le miraron siempre con algún recelo; le esperaban los optimistas y los escépticos, los progres y los que piensan que hay muchas cosas que merece la pena conservar; le esperaban en los palacios y en las cabañas, en los despachos de Wall Street y en la tienda de la esquina; le esperaban en Irak y en Afganistán, en el África de su padre y en la Europa que miraba hacia usted como si fuera el destello de un faro en una noche de tormenta. Le habíamos convertido en el Moisés que habría de guiarnos en la travesía del desierto, con maná y varita de brotar agua incluidos. Ya en Oslo se habían anticipado a concederle el Nobel de la Paz, y aquí, una ministra de inefable recuerdo dijo aquello de la conjunción cósmica que se produciría por la coincidencia de su mandato con el de nuestro anterior presidente.
Ser la esperanza de alguien resulta siempre una responsabilidad que inquieta el ánimo; serlo del mundo entero tiene que producir una quemazón difícil de calmar. Yo no sé si ha sido usted un buen presidente para su país. No sé si la Historia le inscribirá en la lista de los mediocres o si su rostro será incluido en algún Rushmore del futuro. No sé si su nombre resonará con respeto en las escuelas o si más bien pasará a los libros como un dirigente envuelto en vacilaciones, contemporizador a destiempo, sin grandes éxitos en política interna y preso de su propia circunstancia racial y de su capacidad personal para la comunicación. Pero un país está por encima de su presidente, y el suyo es intenso y enorme en sus luces y sombras. Ahora mismo su actualidad son dos hechos que lo definen: el problema racial, que sigue en pie después de más de dos siglos, y la asombrosa proeza del Juno en Júpiter, que señala otro de sus rasgos distintivos: el de estar siempre a la cabeza del progreso técnico y científico. No hay mayor metáfora de su país.

miércoles, 6 de julio de 2016

El intruso

De la voracidad del capital para triturar cualquier cosa que le dejen con tal de incrementar su cuenta de beneficios, sabemos mucho con sólo mirar alrededor. Lo tenemos en nuestras costas, en nuestros campos y ciudades, aquí en la nuestra y en cualquier otra del mundo, especialmente allí donde las leyes no se muestran demasiado contundentes en defensa de sus víctimas más indefensas, como el arte y la naturaleza. El afán de ganar dinero a costa de lo que sea es tan antiguo como el propio hombre; el desprecio por parte de los mercaderes hacia lo que constituye el testimonio de nuestro pasado, también. Sólo una conciencia ciudadana nutrida por el conocimiento puede hacerle frente. Por eso reconforta leer una pequeña noticia, desapercibida entre la bambolla política, que llega estos días desde Florencia.
El buen viajero siempre termina por establecer su particular mapa de la tierra que ha escogido conocer. Es una conclusión inevitable y depende, claro está, del grado de personalidad del país y de la del visitante. Se trata de un proceso inconsciente, que va adquiriendo más consistencia a medida que el viaje se va alejando en el tiempo. Más o menos viene a consistir en fijar unos pocos clichés totalizadores en los que resumir el concepto que se ha labrado acerca del país. Es decir, crear unos soportes sencillos de consultar, que sirvan de referencia inmediata y donde se apoyen las imágenes y los rasgos de lo visitado, incluso los de menor significación. Cualquier viajero por Italia que repase los apoyos troncales que se le han ido fijando sobre el país tendrá que incluir por fuerza un escenario, que es el centro del poder espiritual de Florencia: la plaza del Duomo.
La inconfundible figura de la catedral se ha hecho símbolo e imagen de toda la ciudad. Un ramalazo de desasosiego debió de recorrer el espíritu de los florentinos cuando vieron levantarse sobre su ciudad la enorme cúpula roja, para llegar a decir que era "capaz de dar sombra a toda la raza toscana". La cúpula del Fiore es novedosa, no como elemento arquitectónico, que ya estaba el precedente del Panteón, sino como solución constructiva, al desdoblar los soportes de los empujes mediante la construcción de una cúpula interna. Brunelleschi así lo concibió y Florencia, Europa entera, lo admiraron. Ante ella, la plaza aporta el escenario necesario para completar el conjunto. Aquí se halla la típica trilogía toscana, catedral, baptisterio y campanile, sólo que esta vez sublimada. El conjunto florentino es madre y maestra, perfecto en todo, imitado cien veces y nunca igualado. Quizá tan sólo el de Pisa le gane en espectacularidad, que no en significación artística.
Pues ahora, en esta plaza del Duomo pretende instalar sus reales una omnipresente multinacional de hamburguesas. El apetitoso negocio que asegura este lugar, uno de los más visitados y prestigiosos del mundo, hace que la M amarilla pretenda asentarse como un cuerpo extraño en el corazón del Renacimiento, en otro penoso ejemplo de la banalización del comercio. Naturalmente, los ciudadanos florentinos han dicho no. Los ciudadanos, no los políticos, siempre enredados en sus propias leyes. Esperemos que lo consigan.