miércoles, 29 de octubre de 2014

La flauta populista

En los tiempos en que había cantantes y canciones, María Ostiz decía en una de sus más famosas: “Con una frase no se gana a un pueblo / ni con un disfrazarse de poeta. / A un pueblo hay que ganarlo con respeto; / un pueblo es algo más que una maleta”. Qué será que en tiempos de horas bajas siempre aparece algún taumaturgo proponiendo el remedio de todos los males que nos afligen. De buena fe o por motivos menos nobles, siempre surge un Moisés que nos guiará hacia un Canaán en el que nadie ha estado jamás. De su mano iremos hacia la luz de un mundo nuevo donde reinarán la libertad, la justicia y la solidaridad. Más o menos como en los carteles de la Rusia soviética. En los últimos tiempos están apareciendo por casi toda Europa, con caracteres ideológicos y causas diferentes; en unos casos, como en Francia, por eclosión de un sentimiento larvado durante largo tiempo; en otros, como aquí, como un producto televisivo. Por suerte no son como los de los años 30. Su guerra es ideológica: fuera las viejas estructuras, las económicas y las de pensamiento; abajo las convicciones caducas; el individuo no es nada ante la masa. El pueblo, el pueblo, ese nombre sagrado del diccionario del político, aunque nadie haya podido explicar exactamente qué es. Los principios están en función de la oportunidad, esa es una base del populismo; la otra consiste en decir siempre a los ciudadanos lo que están esperando oír, halagar sus sentimientos elementales, presentar el horizonte que todos soñamos como algo fácilmente asequible, o sea, lo que los griegos llamaron demagogia. Ya se sabe: los amos del pueblo serán siempre aquellos que puedan prometerle un paraíso.
El líder populista encandilará a la gente con promesas maravillosas, pero evitará explicar cómo se propone hacerlas realidad, como si eso fuera lo de menos. De su habilidad para convencer de que existe una vía distinta y más sencilla depende su éxito. Luego, claro, alguien piensa y ve que no es fácil hacerse una idea concreta ni de la meta ni del camino, porque en su mismo propósito ya se insinúa la contradicción. Se asoma al mundo y contempla el abanico de organizaciones y modos sociales que el hombre se ha dado a sí mismo: tiranías comunistas, en las que términos como elecciones o libertades están prohibidos; dictaduras tribales, que vienen a ser lo mismo; regímenes teocráticos, que tratan de imponer por la fuerza a los no creyentes la misma sumisión a sus creencias en que tienen a sus fieles; sistemas populistas, que bajo una débil apariencia democrática ocultan una continua violación de los derechos humanos y sirven a un líder que se presenta como un mesías providencial e insustituible; y el ámbito de Occidente, de democracia parlamentaria, donde las libertades fundamentales son intocables, con un estado de bienestar institucionalizado, una economía de mercado y un sistema jurídico igualatorio y garantista. ¿A cuál de ellos pretenden llevarnos? ¿En cuáles se inspiran? La palabrería populista puede sonar bien, pero el cuento nos dice que los ratones de Hamelin siguieron la dulce música de la flauta sin preocuparse de adónde los llevaba, hasta que cayeron al río.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Don Croqueta

No es España un buen país para que los pícaros -los tradicionales, no los de tarjeta y sillón en un consejo- puedan hacer carrera. Los conocemos muy bien, configuran gran parte de nuestra literatura hasta dar nombre a uno de sus subgéneros, tienen nombres tan universales como los de los grandes héroes de nuestra ficción. Sin ser especímenes exclusivos de nosotros, puede decirse que aquí han adquirido rango de miembros destacados entre los hijos de nuestra imaginación. No, no es este precisamente el lugar donde pueden hacer fácil carrera; nos resultan transparentes. Hacia 1760 llegó a Madrid Giacomo Casanova, aventurero, sedicente mujeriego, estafador y tramposo vocacional. Había andado por media Europa de enredo en enredo y de engaño en engaño, fingiéndose médico, militar y aristócrata, para lo que se inventó un título nobiliario. Vino a Madrid con el fin de ofrecer al ministro Conde de Aranda un invento: una especie de rifa, a la que se llamaría lotería. A cambio de la idea solicitaba que se le diera la administración general de la lotería y una participación en sus ingresos. Pero las cosas rodaron mal. Aquello no parecía estar muy claro y despertó desconfianza. El caso es que se creó la lotería sin darle nada y tuvo que marcharse, satisfecho con no acabar en la cárcel. Ya fuera de nuestras fronteras, dijo: "He engañado a austriacos, a turcos, a venecianos, a franceses y hasta al Papa; el único sitio de donde he salido engañado es de España".
La picaresca de siempre nos produce a estas alturas una cierta ternura, casi una mirada nostálgica por algo que ha perdido lo que tenía de simple modus vivendi para convertirse en un método sistematizado de corrupción. La diferencia entre el pícaro de antes y el corrupto de hoy es insalvable para nuestra voluntad de comprensión, por grande que sea. Si aquél nos merece una mirada tolerante, y hasta puede que cómplice por lo que tenía de riesgo y de ingenio, los de ahora no nos arrancan más que desprecio. Los dos son materia justiciable, pero siempre nos caerán mejor los tres ratas de La Gran Vía que toda esa caterva de sindicalistas, empresarios y políticos que se aprovechan de su posición para engordar sus cuentas en una inmunda exhibición de desvergüenza. A su lado, ese chico veinteañero que se ha convertido en noticia por su capacidad para la impostura viene a ser como el alivio de una simple marejada en medio de una violenta tempestad. Lee uno sus hazañas y le recuerda a aquel prototipo de personaje de la bohemia madrileña que aparecía en todas las recepciones donde hubiera algo que picar, con el porte lleno de dignidad y el estómago vacío. Claro que pronto era descubierto y le caía el mote de don Croqueta; fin de la carrera. A este de ahora no parece que le muevan motivaciones tan físicas, sino bastante más complejas, acaso afán de notoriedad, ilusión de pertenencia a otra clase social, simple vanidad o, dicho más claro por el forense, “una florida ideación delirante de tipo megalomaníaco”. El caso es que, al menos que se sepa, no desplumó a nadie, ni se aprovechó de su posición, ni trató de sacar ni un euro a ningún ingenuo. Casi es un ejemplo.

miércoles, 15 de octubre de 2014

La enfermedad

La lucha más importante que ha tenido que mantener el hombre a lo largo de su existencia en este mundo, la de tratar de pasar su breve vida sin dolor ni enfermedad, la ha librado contra un enemigo invisible. Y siempre la ha perdido. En el mismo hecho de la existencia se coló el germen de su propia destrucción, sin rostro ni materia, tan huidizo y cambiante que resulta indestructible. La historia de esta relación con ese ente misterioso que constituye la mayor angustia de nuestra vida es la historia de nuestro propio desarrollo intelectual. Para el hombre primitivo la enfermedad era la fuente del dolor, el mal por sí mismo, y sólo podía ser producida por espíritus malignos, a los que únicamente cabía enfrentarse con conjuros y sacrificios. Con el griego Hipócrates se aplicó por primera vez la razón y comenzó la búsqueda científica; la enfermedad no tenía nada que ver con dioses ni seres ultraterrenos, sino con causas físicas cercanas al enfermo, que producían el desequilibrio de los cuatro humores del cuerpo. En las terribles epidemias medievales la magnitud de la tragedia, el desconcierto y la impotencia dieron por indudable que sólo podían tener causas sobrenaturales: era la cólera divina en castigo por los pecados del mundo, o la maldición de alguna bruja, o la conjunción de quién sabe qué astros, nada a lo que poder ver para hacerle frente con medios materiales. Por fin, en algún momento, no tan lejano, el hombre pudo contemplar a su enemigo. Eran unos seres de formas extrañas, pequeños, muy pequeños, y se movían; eran seres vivos; por eso se les llamó microbios. Un feliz día, casi con aires serendípicos, se descubrió con qué se les podía matar. Las pavorosas enfermedades de tantos siglos, la tuberculosis, peste, sífilis y otras muchas, dejaron de causar terror. Quedaban los virus, inmortales e inmunes a todo, pero el hombre logró descubrir el modo de prevenirse de ellos. Las vacunas acabaron con temibles azotes, como la viruela, la rabia o la polio. Otra gran victoria, pero a la hidra eso no le importa. Cada vez que se obtiene un triunfo surge otro enemigo, que vuelve a convertirse en otro reto; el sida y el ébola son los últimos.
Siempre ha maravillado que la entropía del universo no afecte a la vida, pero a lo mejor esta es su compensación: su propio componente autodestructivo. La enfermedad es la fuente del dolor, que es el que nos da nuestra dimensión humana; hay quien lo acepta con la fuerza que da la fe, y quien lo convierte en una ofrenda de sacrificio ante quien ve el interior de las almas. Su presencia nos despoja de todo lo que hemos ido adhiriendo a nuestro ser a lo largo de la vida, y nos reduce todo a una única necesidad: la de recibir amor, comprensión y compasión, una mano que acaricie la nuestra como una fuente de gracia o una voz que nos susurre: te comprendo y quiero sentir contigo.
El ébola se vencerá, sin duda, pero otra angustia ocupará su lugar, y luego otra sustituirá a ésta, y así hasta el supremo final de todo. Tal es la condición que nos han impuesto para existir, ya lo advirtió un poeta doliente: la vida es una enfermedad; el mundo todo, el hospital, y la muerte nuestro médico.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Las tarjetas de la vergüenza

Según se va sabiendo, las Cajas de Ahorro fueron algo así como el carro de heno que El Bosco pintó con su magistral y habitual desparpajo para enseñarnos qué somos en definitiva. Todos tratando de coger la mayor cantidad de heno posible, sin miramiento alguno ni asomo de rubor; todos a lo suyo con ahínco, y que de eso de la ética y las normas morales nos hablen en otra ocasión. Si uno se fija un poco más en el cuadro se dará cuenta de que el pueblo normal ha de luchar y pelear por conseguir un poco de heno de la parte baja del carro, porque no puede alcanzar a más. En cambio, los ricos y poderosos, desde sus alturas, se acercan al carro con solemne gravedad para llevarse lo que quieran. Lo que cualquiera de los señores consejeros de esa Caja se llevó sólo con su tarjeta es más de lo que ganaría en varios años ese señor que ves a las siete de la mañana tomando el autobús para ir a la fábrica. Y no hablemos de los que ni siquiera pueden hacer eso.
Las Cajas de Ahorro tuvieron siempre buena fama, ya ven lo que son las cosas. Cuántos tenemos nuestra infancia ligada a aquellas entrañables libretas con las que nuestras madres trataban de inculcarnos la virtud del ahorro. Y a sus colonias infantiles, y a sus publicaciones, y a sus actos culturales. Pero en algún momento se politizaron. Quedaron en manos de unos consejos de administración variopintos que, en muchos casos, tendieron a seguir más intereses políticos que los de sus clientes. Consejos muy representativos, eso sí; consejeros para dar consejos sobre la buena marcha de la entidad, aunque alguien quizá se pregunte qué puede aconsejar, por ejemplo, un sindicalista en cuestiones financieras a un presidente de un banco. El caso es que, o los consejos dados no fueron muy acertados o no se siguieron bien, porque ahora muchas de las Cajas han tenido que ser rescatadas y la mayoría han desaparecido, bancarizado o reconvertido bajo nombres extraños. Eso sí, uno se imagina la reunión de uno esos consejos de administración cuando se propone la concesión de tarjetas a sí mismos para disponer de ellas sin tener que dar explicaciones. Seguro que hay consenso. Todos dispuestos a sacrificarse por el bien de la entidad. Izquierdas y derechas, sindicalistas y empresarios, gobierno y oposición, juntos en armonía, aunados en un mismo pensamiento. ¿Quién acuerda voluntades / sin ser el Dios verdadero? / Don Dinero.
Pero no vale la hipocresía como norma moral. Si nos preguntásemos a nosotros mismos si en su caso hubiéramos hecho lo mismo, quizá no nos gustase la respuesta, y más cuando todo venía envuelto en un marchamo de legalidad. Si estos individuos tienen de la ética un concepto tan rastrero que la confunden con la legalidad, más responsables son los que justamente dan sello legal a estas prácticas, y más tratándose de unas entidades cuyos beneficios se supone que deben dedicarse a obras sociales y culturales. Y en general, todos aquellos que desde la altura de su posición aprovechan para arramblar legalmente con todo el heno que quieran, mientras los de abajo han de conformarse con lo poco que pueden conseguir tras una dura pelea.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Vocabulario apócrifo

Bable: Versión idiomática cismontana del golem.
Banco: Institución que recurre al dinero de los contribuyentes para sanearse y a cobrar más a sus clientes para tener aún mayores beneficios. Es decir, a los mismos. // Entidad que nos cobra tanto por prestarle dinero a él como por prestárnoslo él a nosotros.
Banquete de boda: Comida por la que uno paga el triple de lo que vale y no puede elegir ni cuándo, ni qué, ni con quién, ni dónde comer.
Calle Corrida: Calle que se mantiene como lugar tradicional del paseo gijonés gracias a los precios de sus terrazas, que impiden sentarse.
Educación: Concepto en el que todo el mundo está de acuerdo en que tiene varios sinónimos -desastre, fracaso, confusión, mediocridad, sectarismo-, pero que debe de estar a gusto de todos, porque cuando alguien pretende arreglarlo todo el mundo se opone. // Regalo hecho por el Estado a sus parcelas autónomas, cuya devolución debería reclamar, por su propia salud.
ERE: Acrónimo de siniestro origen, que se sustantivó con el significado de robo, chanchullo, corrupción sindical y mangoneo político. Aplícase sobre todo en Andalucía.
Gastronomía: Algo que ha practicado la humanidad desde su inicio y que ahora se ha convertido en una religión revelada, una ciencia para iniciados, una filosofía mistérica, una engañifa metafísica.
Historia: Amable y hermosa dama, llena de años y de sabiduría, que ha de ver cómo los nacionalistas y algunos ignorantes indocumentados tratan continuamente de violarla.
Infierno: Conocimiento del mundo.
Inmigrante: Uno de los hombres con las ideas más claras.
Mas: Con o sin tilde, término polisémico donde los haya: adverbio, conjunción, signo matemático, pesadilla, fabulación, empecinamiento, hartazgo total.
Móvil: Prolongación de la mano de nuestros jóvenes. Cuando también se convierte en prolongación de su cerebro da lugar a un nuevo estado de sinrazón, que llaman nomofobia.
Podemos: Presente de indicativo de poder, que es un verbo transitivo. Falta por conocer el complemento directo.
Progresista: Antónimo de amante del progreso.
Risa: Contracción incontrolable de la boca que nos viene cuando oímos a algunos políticos y sindicalistas. También cuando oímos a algunos actores hablar de cultura.
Sexta: Cadena de televisión que mantiene la atención de sus espectadores porque están pendientes de ver si alguna vez da una noticia positiva sobre nuestro país.
Sindicatos: Organismos imperceptibles, cuyas únicas pruebas de su existencia son las imágenes de sus líderes diciendo cosas que nadie cree, y las de las andanzas de muchos de ellos por los juzgados.