miércoles, 25 de julio de 2012

Los mercados

¿Quién puede defendernos de los mercados? Nadie. Los mercados son omnipotentes y autónomos, actúan por su cuenta y sólo según su conveniencia, sin ninguna otra consideración de carácter moral ni simplemente humanitaria. No tienen conciencia ni más guía de actuación que la de obtener beneficios, aunque el mundo reviente. Pueden hundir países enteros y con ellos las vidas de sus ciudadanos, pero ellos permanecen a la sombra con una sonrisa de depredador contando las ganancias que están obteniendo con ello. Son intocables, porque se rigen por sus propias leyes de autorregulación. Dicen que su lógica es implacable, pero las vías que sigue su proceso lógico tienen poco que ver con lo racional y mucho con una eterna pasión humana: la avaricia. Inmunes a toda decisión política, se mueven con su propio viento y con capacidad de escapar a cualquier control que pretenda encorsetarlos, porque pueden con un simple gesto causar un terremoto financiero y poner una soga al cuello del país que hayan enfilado. Hay quien cree que precisamente el hecho de tener unos mercados libres de intromisiones institucionales es un bálsamo que evita males mayores, y hay quien piensa que da igual lo que se crea porque de todos modos nadie puede someterlos. Lo cierto es que los despachos presidenciales, esos que parecen ostentar todo el poder, son impotentes ante ellos; sus decisiones siempre se toman bajo el eco de una pregunta: ¿cómo sentará esto a los mercados?
¿Y quiénes son los mercados? Ay, amigo, quién lo sabe. Un ente sin líneas de contorno definidas, unas estructuras anónimas, un nombre inconcreto, el sujeto de todas las malas noticias de los últimos tiempos y el objeto indirecto de todas las medidas que los gobernantes toman y que amenazan con cambiarnos la vida. Un enigma ontológico. Están dirigidos por poderes inasequibles y a menudo inubicables, pero detrás de sus decisiones hay personas con nombres y apellidos. Especuladores voraces, cuyos sentimientos de toda índole son simples sensaciones desechables ante el placer de una ganancia. No salen en los medios ni les interesa hacer declaraciones ni conocemos su vida cotidiana. Podemos imaginarlos día y noche entre ordenadores, aislados de la vida real de los países a los que están hundiendo y atentos tan sólo a ganar más y más a costa de lo que sea. ¿De verdad no se puede hacer nada para meterlos en vereda?
A veces uno piensa si no nos vendría bien un dios cabreado que arrasara todo el sistema que hemos ido creando; si no sería mejor partir de cero y volver al otro mercado, el de verdad, el de la plaza, y a ser posible con la vieja economía de trueque, para comenzar de nuevo, eso sí, metiendo en el desván, y tirando luego la llave, a todos los Adam Smith, Matlhus, Marx, Stuart Mill, Keynes, Krugman y demás gurús de una ciencia sin leyes científicas. Entretanto, no nos queda más que vestirnos con la esperanza cercana de que nuestros gobernantes acierten en sus decisiones, y la algo más lejana de que el propio sistema se autodefienda de sí mismo arreglando sus desajustes.

miércoles, 11 de julio de 2012

La mina y los mineros

Por las cuencas mineras ha vuelto a asomarse el ángel de la desesperanza, y con él su acostumbrada compañía de ira y violencia. Como uno cree que las referencias personales no siempre están de más, se va a permitir una sin demasiada importancia. La mina ha sido la primera realidad social de mi vida. En mi familia todos eran mineros, y desde siempre he tenido los ojos familiarizados con la visión de aquellas figuras negras, que volvían cada tarde con las ropas sucias y el gesto tremendamente cansado. Mi mirada de niño se acostumbró a aquellas caras ennegrecidas en las que los ojos y los dientes irradiaban una claridad totalmente desconocida, que el agua después se encargaba de borrar. He visto su vida y sus actitudes, siempre desde la distancia y sin comprender cómo era que otros niños podían tener unos padres como aquellos, porque el único que no era minero era el mío. Luego, la vida me llevó por derroteros muy distintos y muy lejanos, pero algo de aquello me quedó para siempre. Y así, he de confesar que, cuando escribí mi libro Esta tierra en que nacimos, el capítulo dedicado a la mina fue el que me salió con una pasión más intensa.
¿Y qué tiene la mina de mágico? No lo sé. Sí sabemos lo que tiene de antihumano, en el más primitivo sentido del término, porque el hombre no está hecho para andar por dentro de la tierra. El hombre es un ser de luz y aire libre, de horizontes abiertos y claridad, y la mina le niega todo eso. Y quién sabe si esa es la razón de su magia. La mina, que ha fascinado en todo tiempo a poetas y artistas, tanto a los ajenos a ella como a los propios; es interesante ver cómo este hombre, situado por la propia esencia de su condición al borde de la misma realidad física, ha buscado tan a menudo refugio a su incertidumbre en la poesía, como si la belleza que se le niega allá abajo le fuera tan necesaria que tuviera que fabricársela él mismo.
En el sentir minero asturiano siempre cabalgan dos componentes irrenunciables: la política y tragedia. La revolución y la muerte. Si en la mina de otros ámbitos se canta al trabajo en sí, en la asturiana se canta en función de lo que tiene de símbolo político o social. Se resalta la injusticia y la opresión. Lo minero se asocia a conflictos sociales, a huelgas, a reivindicaciones casi siempre violentas, a dinamita; se toma su nombre como imagen de lucha o de denuncia de la situación política; esta es su historia.
Hoy, cuando a la figura del minero se le ha desprovisto ya de casi toda connotación ajena a sí mismo, hay varias duras realidades, que no admiten interpretaciones subjetivas: una, que el carbón ya no es el producto indispensable que era; ni los barcos ni los trenes ni los hogares ni apenas las térmicas lo necesitan; otra, que las escasas explotaciones que quedan dan un carbón escaso, caro y malo, y que resulta mucho más rentable traerlo del exterior. Qué porvenir puede tener. Puede entenderse que defiendan su situación incluso con su violencia acostumbrada, pero también cabe entender que otros miles de parados se pregunten por qué a estos hay que mantenerles artificialmente el empleo. Y encima, la maldita crisis.

miércoles, 4 de julio de 2012

El extraño poder del fútbol

Absténganse los racionalistas de tratar de explicarse todo lo que rodea al fenómeno del fútbol, renuncien a toda crítica y no quieran buscar conceptos que cuadren con ningún presupuesto previo, porque no encontrarán ni una sola pieza que encaje en sus esquemas lógicos. Esto es cuestión de palpitaciones, de combustiones emocionales tan intensas que se traducen en cifras inalcanzables para otros ámbitos. Cifras de todo tipo, de personas delante de un televisor, de publicidad, de dinero, de viajes, de tiradas de periódicos, de programas en los medios, de celebraciones callejeras, de declaraciones, de atención general. Tan importante es lo que ocurre durante hora y media entre veintidós jugadores en un rectángulo cerrado. Lo que la lógica no razona lo explican los efectos y lo justifica su acción sobre los sentimientos y sobre el ánimo en general. Si es un triunfo será positivo, y si no será negativo, pero siempre mantendrá en pie la ilusión por el hecho en sí mismo. Recuerdo a una señora que detestaba el fútbol con todas sus fuerzas. No comprendía que un juego que se practica con los pies pudiera despertar tanta excitación, incluso en personas que ella tenía por cultas y bien preparadas, ni entendía que alguien fuera capaz de estar todas las tardes de los domingos con la radio pegada a la oreja oyendo una charlatanería insufrible sin que le estallara la cabeza. Tuvo la desgracia de que su marido se pusiera seriamente enfermo. En las largas y tediosas jornadas de hospital, con el tiempo casi detenido en un punto de desesperanza, vio cómo las únicas mañanas en que su marido estaba algo más animado era cuando a la tarde televisaban un partido. Era su asidero, el momento en que algo hacía difuminarse la realidad. Aquella pequeña ilusión por un hecho aparentemente tan inane adquiría una nueva categoría. Desde entonces miró con otros ojos, entre el respeto y al agradecimiento, a aquel juego insustancial que fue capaz de poner una mirada de felicidad, aunque fuera brevemente, en los días finales de la persona que más quería.
Esas multitudes que salieron a las calles de todas las ciudades de España a celebrar otro gran triunfo de nuestro equipo nacional, están mostrando espontáneamente sus sentimientos más auténticos, esos que ningún adoctrinamiento programado puede modificar. Con su exhibición de banderas nacionales rehacen de un golpe lo que algunos políticos tratan de deshacer. Sin excesiva originalidad, alguien repite aquello de que el fútbol es el opio del pueblo, pero habría que decirle que el opio sirve para calmar los dolores más intensos. Ya en la antigua Grecia, mientras Píndaro cantaba la gloria de los atletas, otros escritores criticaban la banalidad de sus gestas y la veneración que se les rendía. ¿Quién ha sacado a su patria de un apuro a fuerza de conquistar laureles? Nadie, admirado Eurípides, pero respetemos la acción que surge de convertir en nuestras las glorias ajenas, porque nuestros espíritus lo necesitan y porque no hay mayor fuerza aglutinante que la que nace de una alegría sincera y compartida.