martes, 24 de mayo de 2011

Un café en El Cairo

Al caer la tarde, el café Fishawy parece recoger entre los viejos espejos de sus paredes toda la intensidad de la vida de El Cairo. Se llena el aire del humo de los narguiles, trajinan los camareros sudorosos entre las apretadas mesas, y habituales y turistas se mezclan cada cual con su propósito y su propio sentido del tiempo. Si uno va un poco antes, cuando el día aún ofrece otros menesteres, el dueño, a la primera insinuación del visitante, le enseñará con una amplia sonrisa de orgullo el rincón donde Naguib Mahfuz se sentaba diariamente a escribir. Este visitante atiende en silencio y evoca la menuda figura que logró incorporar a su ciudad a la reducida lista de escenarios literarios universales, mientras bebe sorbo a sorbo el karkadé más intensamente rojo que ha encontrado nunca en Egipto. Cerca se encuentra la calle de Gemaliya, su calle, su metáfora del universo, el resumen de un mundo formado a partes iguales por miseria e ilusiones. La calle Gemaliya es "El callejón de los Milagros", por ejemplo, es decir, lo que el Corso es en la Florencia de Pratolini, o la calle Krochmalna en la Varsovia de Singer. O sea, el cosmos.
El café es un hervidero en el que todo parece servir a un orden no dictado. Andan los limpiabotas a la caza de algún par de zapatos y de unas cuantas libras, entran y salen vendedores ofreciendo las cosas más inimaginables, una joven sudanesa lleva en sus brazos a su hija pequeña y la muestra a los turistas para que la fotografíen a cambio de un euro. Es la única mujer musulmana que se permite estar en el local; todas las demás son extranjeras. A uno le gustaría conocer algo más de ella, pero sólo puede arrancarle una sonrisa y su nombre. Se llama Mona.
En realidad, el café no es más que una pequeña síntesis incompleta del inmenso barrio de Khan el Khalili, eso que algunos llaman El Cairo islámico, quizá porque reúne en perfecta unión los dos elementos identificativos de cualquier ciudad musulmana: mezquitas y zoco. Aquí las primeras se alzan en cada esquina y el segundo lo ocupa todo sin dejar espacio a nada más. Miles de callejuelas atiborradas de tiendas, pasadizos estrechos que terminan en cualquier escalera que da acceso a algún cuartucho convertido en vivienda, rincones sin salida en los que hurgan los gatos, portales oscuros en los que se adivina el trabajo de algún artesano y, sobre todo, una multitud tumultuosa y agobiante que lo llena todo, una sensación de humanidad pegajosa y palpitante de la que uno ha de formar parte irremediablemente. A cada paso docenas de vendedores asaltan al visitante incitándole a iniciar el regateo, y a cada negativa le sucede un ritual de frases y gestos para conseguir romper la indiferencia del otro. Este no es El Cairo del Nilo, con sus torres cosmopolitas, ni tampoco el del sosegado y limpio barrio cristiano, ni siquiera el de la Ciudadela, con sus viejas añoranzas militares, pero todos ellos, en mayor o menor medida, participan de él. Sólo así puede uno aproximarse a la comprensión de esta ciudad frenética, yuxtapuesta, caótica, anárquica y endiabladamente vital.

lunes, 2 de mayo de 2011

Un día más

Se levanta cada día a las siete de la mañana, desayuna un café sin nada que lo acompañe, porque lo poco que hay en la despensa es para los niños, y eso ni tocarlo, y sale de casa con la esperanza mantenida a fuerza de voluntad. Deambula por las calles con su curriculum bajo el brazo para dejarlo en los pocos sitios donde aún no lo ha hecho y fijándose en todos los escaparates por si alguien ha puesto un nuevo anuncio con las benditas palabras "Se necesita", porque en ese caso él ha de ser el primero en presentarse. No importa qué sea, no importa el horario, no importan las condiciones, porque hace ya tiempo que su título universitario cuelga en su salón enmarcado en la inutilidad. Luego se va a la biblioteca pública, busca en los periódicos las ofertas de trabajo y ve que, como siempre, sólo hay alguien que necesita chicas de alterne. Por último, espera a que haya un ordenador libre y se sienta ante él para entrar en las páginas de empleo y dejar sus datos en las nuevas ofertas. Y, como siempre, sale dándole vueltas a la cabeza para ver qué otras iniciativas puede tomar.
Ya es media mañana y ha de volver para hacer las cosas de casa, porque su mujer llegará más tarde. Se conocieron en la facultad y se graduaron juntos, pero ella ha tenido más suerte; ha encontrado un trabajo como limpiadora de portales, dos horas por la mañana y otras dos por la noche, largas caminatas, piernas y brazos doloridos, pero que no falte. Por Dios, que no falte. En su caso ni siquiera ha encontrado ese resquicio. Y eso que se ha movido hasta el olvido de su autoestima. Ha recurrido a sus amigos, algunos antiguos compañeros suyos, pero, tras las primeras palabras de afecto, venían otras que incluso parecían pedirle comprensión: lo siento, créeme, pero no puedo ofrecerte nada, esta crisis me va a obligar a cerrar mi negocio, si sé de algo te aviso. Sin embargo, lo que de verdad le deja inerme ante su dignidad es verse obligado cada poco a aceptar la ayuda de sus padres, que lo arañan de su jubilación como pueden.
Cuando llega la noche y ella se va a su trabajo, las sombras malditas de la nada le atrapan sin escapatoria. Pone la televisión, oye decir por enésima vez a un ministro que el paro ya está a punto de remitir y que va a comenzar la recuperación del empleo, y la apaga sin sentir siquiera rabia. Queda el vacío en el que se ha acostumbrado a vivir, allí donde ve a aquel joven lleno de entusiasmo, que empleó los mayores esfuerzos y los mejores años de su vida en terminar su carrera. Todo ya difuminado por la bruma de la desilusión. Desmoronado aquel afán primerizo de ser útil a la sociedad, porque ahora él está en su rincón con la cabeza apoyada en las manos, y el teléfono no suena, y la noche va a amparar otra vez, aunque sólo por unos momentos, el fracaso donde se van hundiendo cada día un poco más los restos del optimista que siempre ha sido.
Cuando ella vuelve lo encuentra sentado en el sofá con los ojos enrojecidos y le da un beso sin saber qué decirle. Un día más.